viernes, diciembre 25, 2015

Memorias: Dios, un hombre y un temblor.


I.




En 1990 yo, al igual que el 82,3% de la población de mi país, Colombia, pertenecí a la iglesia católica. Por tradición, mi familia decidió hacerme parte de ese grupo de creyentes por medio del bautizo, que como su raíz etimológica lo indica, consise en sumergir a la desconcertada criatura en el desconocido, enmarañado y disparatado universo de la religión. En ese acto, los familiares, el padrino y la madrina se comprometen a educar al nuevo integrante de la iglesia como dios manda: en la fé, la eucaristía, la adquisición de los sacramentos, el miedo infundado en los pecados, la esperanza de la vida eterna, la dualidad del paraíso y el infierno y, de último pero no menos importante, el diezmo, que consiste en donar con el mayor de los gustos el 10% del salario a la parroquia para que el Señor Dios perdone nuestro pecado original. Así pues, ingresé a un colegio católico: Colegio del Sagrado Corazón de Jesús Hemanas Bethlemitas, ojo, Bethlemitas y no Belemitas ni Belemas, donde solo estudié con niñas y me enseñaron a repetir canciones y oraciones que a los 7 años no entendía. Mi madre estudió en el mismo colegio pero en otra ciudad, mis tías y mi abuela también, y como ciudadana de gran corazón y con toda la autoridad moral que su rol de mamá le otorgaba, ella consideró que yo debía seguir la línea recta del bien. Asistía a misa mínimo una vez por semana, algunas veces en la capilla pequeña del colegio y otras, cuando la ocasión lo ameritaba, en la más grande; vestía el uniforme de falda escocesa hasta la mitad de la rodilla donde se encontraba con las medias blancas para no dejar ver un solo centímetro de la rodilla, calzaba zapatos color rojo vino tan brillantes que una se podía ver en ellos y atába una cinta roja, cuyos extremos debíamos quemar con un encendedor para evitar que se deshilacharan, alrededor del cuello de la camisa blanca con un escudo del colegio que se sostenía a manera de prendedor en el centro del pecho; escribía en cuadernos cocidos y nunca argollados porque éstos servían para invocar al diablo, con letra cursiva, cursiva y no pegada, y el negro y el rojo eran los únicos colores permitidos; me sentaba como una dama bethlemita, es decir con la espalda recta, las rodillas juntas y las palmas de las manos abiertas sobre ellas; rezaba todos los días en las mañanas antes de empezar la jornada académica en este orden: agradecimiento por todo lo que el Señor me ha dado, perdón por todos mis pecados y por último petición de lo poco que un alma indigna podía aspirar a recibir del omnipotente creador.


(Continuará...)

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