miércoles, febrero 03, 2016

Memorias: Dios, un hombre y un temblor.

III.



Después de salvarme sin echarme la bendición, empecé a cuestionarme con aquello de la religión. Las sores me habían inculcado disciplina, pulcritud, orden, obediencia y respeto, pero en la adolescencia una necesita más que valores católicos, en mi caso, necesitaba aprender a interactuar con el vetado sexo opuesto,  cantar canciones de la extinta principiante encantadora Shakira, escribir con colores diferentes al rojo y al negro, subirle el ruedo  a la falda y bajar las medias; un poco de Rock & Roll, señores. Así que, durante un año,  rogué a mi católica madre de tan buen corazón cambiarme al Colegio Franciscano San Luis Rey, donde cursaría cinco años hasta graduarme, con un esfuerzo sobrehumano, de bachiller. Cambio de uniforme, de amigos (sí, empecé a usar los sustantivos masculinos),  un espacio abierto e iluminado con reglas de juego similares pero no idénticas; cambio de visión del mundo y de cómo el mundo me ve a mí. Una nueva actividad para mí era una salida, entre pedagógica y religiosa, llamada Encuentro con Cristo, que consistía en partir de un día para el otro a realizar ciertas actividades en un lugar que Fray José Arturo Rojas Martínez, director de la institución,  había elegido junto con los otros curas que también eran colegas. Antes de subirnos al bus, una requisa tipo colombiano en el Barajas se llevaba a cabo, impidiéndonos llevar licor (que camuflamos en termos), cigarrillos (que escondimos en rollos de papel higiénico), preservativos (que escondieron en las billeteras), celulares (que cabían en el Triángulo de las Bermudas del brasier) y así, la noche pintaba sabrosa.  El lugar estaba dividido en: un salón social donde haríamos todas las actividades, rodeado de plantas con flores y pasto que esconde escarabajitos rojos; las cabañas donde dormirían los niños, cada una con dos o tres camas y baño; las cabañas de las niñas, iguales a las de los niños; una cabaña pequeña, ubicada exactamente en la mitad del bloque de las niñas y los niños, desde donde nos vigilaría un cura con dos perros durante todo nuestro intento de encontrar a Jesús.

Tres quinceañeras compartíamos la cabaña, cumplíamos con las actividades de leer una carta de la familia delante de todos, prender una vela y reflexionar sobre lo que nos indicaban, responder preguntas trascendentales de la vida sentados en el pasto,  compartir lecturas sobre Dios, etc. Sin embargo, planeábamos una pequeña rebeldía: reunirnos en la noche con tres compañeros en su cabaña o en la nuestra, a escondidas por supuesto, para sentirnos, seguramente, capaces de decidir y de hacer lo que queríamos, auto(cualquier cosa), traviesos, jóvenes. Como no sabía que había perros, acepté la misión de cruzar la línea imaginaria, desde donde nos vigilaba el cura, para acordar con ellos el lugar y la hora del encuentro (valga aclarar que nos habían decomisado [palabra muy usada en ese colegio] los celulares y no podíamos hablar de otra manera que viéndonos). Salí descalza, estaba muy oscuro y el aire estaba fresco, me guiaba por las líneas vacías entre las baldosas cuadradas, veía varias líneas de luz dibujadas bajo las puertas, avanzaba despacio, sabía que infringía una regla. La adrenalina se mantuvo estable hasta que dos perros, que recuerdo como muy grandes, empezaron a ladrar. Era media noche y cada sonido se amplificaba, rebotando en cada pared de cada cabaña. Miré a mi alrededor, con un poco de suerte logro llegar a la cabaña, pensé. Un paso más, otro, los perros seguían ladrando y empecé a considerar esconderme un rato cuando de repente:
-       Señorita, usted sabe que no debe estar aquí.
-       Sí, padre.
-       ¿Para dónde va, qué hace a esta hora fuera de su cabaña?
-       Es que… voy a una cabaña a… decirle algo a… un compañero...
-       Eso no está permitido aquí. Venga, le voy a hacer un reporte disciplinario.

Dio la vuelta, indicándome con su mano que lo siguiera. Entramos a su cabaña, había un comedor, con pocas sillas, una mesa, una cama y un baño, todo en un solo ambiente (excepto el baño, claro). Sobre la mesa tenía varios papeles y empezó a buscar. Yo, mientras tanto, observaba el lugar, al fin y al cabo estaba en un lugar, también, prohibido.  Papeles, carpetas, un sobre.
Se detuvo y me miró de reojo, cerró la puerta.
Sentí miedo.
-       ¿En cuál cabaña se está quedando?
-       En la del fondo, padre.
Caminó hacia la cama, se recostó. Yo permanecí inmóvil al lado de la puerta. Tomó un celular, lo levantó, miró la pantalla y escuché un clic, el  sonido que hace el aparato al tomar una foto.
-       ¡Pero mire como se ve de bonita en esta foto!. A ver, voltéese. Clic, clic.
Mis manos empezaron a temblar.
-       Párese ahí, -Clic- al lado de la cama. 
-       Déjeme salir.
-       Clic. Agáchese un poquito.
-       ¡Déjeme salir!
-       …como si estuviera recogiendo algo.  Clic, clic.
-       ¡Si no me deja salir voy a gritar!
-       Eso, - clic- muévase un poquito hacia allá, al lado de la silla. Clic, clic.
Di dos pasos hacia la puerta, giré la perilla. Cerrada.
-       ¡Déjeme salir!
-       Tranquila, que no le va a pasar nada. Clic.
-       ¡AYUDA!
-       Silencio
-       ¡DEJEME SALIR, ABRA LA PUERTA!
-       Clic, clic, clic, clic.
-       ¡SAQUENME DE AQUÍ!, ¡AYUDA!
Se acercó a mí, me rozó con su túnica  y me dijo, mirándome muy de cerca.
-       Váyase, calladita.

Salí corriendo, a penas sentía las piernas,  todo el frío de la noche se había metido en mi cuerpo, sabía que debía llegar a mi cabaña para estar a salvo.
Di golpes a la puerta, desesperada, temía que llegara de nuevo,  ¡ábranme la puerta!, repetí, ¡ábranme! hasta que logré entrar. Me tiré a la cama y pensé, palabras más, palabras menos: Dios no existe.



    

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