III.
Después
de salvarme sin echarme la bendición, empecé a cuestionarme con aquello de la
religión. Las sores me habían inculcado disciplina, pulcritud, orden,
obediencia y respeto, pero en la adolescencia una necesita más que valores
católicos, en mi caso, necesitaba aprender a interactuar con el vetado sexo
opuesto, cantar canciones de la extinta
principiante encantadora Shakira, escribir con colores diferentes al rojo y al
negro, subirle el ruedo a la falda y bajar
las medias; un poco de Rock & Roll, señores. Así que, durante un año, rogué a mi católica madre de tan buen corazón cambiarme
al Colegio Franciscano San Luis Rey, donde cursaría cinco años hasta graduarme,
con un esfuerzo sobrehumano, de bachiller. Cambio de uniforme, de amigos (sí,
empecé a usar los sustantivos masculinos),
un espacio abierto e iluminado con reglas de juego similares pero no
idénticas; cambio de visión del mundo y de cómo el mundo me ve a mí. Una nueva
actividad para mí era una salida, entre pedagógica y religiosa, llamada Encuentro
con Cristo, que consistía en partir de un día para el otro a realizar ciertas
actividades en un lugar que Fray José Arturo Rojas Martínez, director de la
institución, había elegido junto con los
otros curas que también eran colegas. Antes de subirnos al bus, una requisa
tipo colombiano en el Barajas se llevaba a cabo, impidiéndonos llevar licor
(que camuflamos en termos), cigarrillos (que escondimos en rollos de papel
higiénico), preservativos (que escondieron en las billeteras), celulares (que
cabían en el Triángulo de las Bermudas del brasier) y así, la noche pintaba
sabrosa. El lugar estaba dividido en: un
salón social donde haríamos todas las actividades, rodeado de plantas con
flores y pasto que esconde escarabajitos rojos; las cabañas donde dormirían los
niños, cada una con dos o tres camas y baño; las cabañas de las niñas, iguales
a las de los niños; una cabaña pequeña, ubicada exactamente en la mitad del
bloque de las niñas y los niños, desde donde nos vigilaría un cura con dos
perros durante todo nuestro intento de encontrar a Jesús.
Tres
quinceañeras compartíamos la cabaña, cumplíamos con las actividades de leer una
carta de la familia delante de todos, prender una vela y reflexionar sobre lo
que nos indicaban, responder preguntas trascendentales de la vida sentados en
el pasto, compartir lecturas sobre Dios,
etc. Sin embargo, planeábamos una pequeña rebeldía: reunirnos en la noche con
tres compañeros en su cabaña o en la nuestra, a escondidas por supuesto, para
sentirnos, seguramente, capaces de decidir y de hacer lo que queríamos,
auto(cualquier cosa), traviesos, jóvenes. Como no sabía que había perros,
acepté la misión de cruzar la línea imaginaria, desde donde nos vigilaba el
cura, para acordar con ellos el lugar y la hora del encuentro (valga aclarar
que nos habían decomisado [palabra muy usada en ese colegio] los celulares y no
podíamos hablar de otra manera que viéndonos). Salí descalza, estaba muy oscuro
y el aire estaba fresco, me guiaba por las líneas vacías entre las baldosas
cuadradas, veía varias líneas de luz dibujadas bajo las puertas, avanzaba
despacio, sabía que infringía una regla. La adrenalina se mantuvo estable hasta
que dos perros, que recuerdo como muy grandes, empezaron a ladrar. Era media
noche y cada sonido se amplificaba, rebotando en cada pared de cada cabaña. Miré
a mi alrededor, con un poco de suerte logro llegar a la cabaña, pensé. Un paso
más, otro, los perros seguían ladrando y empecé a considerar esconderme un rato
cuando de repente:
-
Señorita, usted sabe que no debe estar aquí.
-
Sí, padre.
-
¿Para dónde va, qué hace a esta hora fuera de su cabaña?
-
Es que… voy a una cabaña a… decirle algo a… un compañero...
-
Eso no está permitido aquí. Venga, le voy a hacer un reporte disciplinario.
Dio la
vuelta, indicándome con su mano que lo siguiera. Entramos a su cabaña, había un
comedor, con pocas sillas, una mesa, una cama y un baño, todo en un solo
ambiente (excepto el baño, claro). Sobre la mesa tenía varios papeles y empezó
a buscar. Yo, mientras tanto, observaba el lugar, al fin y al cabo estaba en un
lugar, también, prohibido. Papeles,
carpetas, un sobre.
Se
detuvo y me miró de reojo, cerró la puerta.
Sentí
miedo.
-
¿En cuál cabaña se está quedando?
-
En la del fondo, padre.
Caminó
hacia la cama, se recostó. Yo permanecí inmóvil al lado de la puerta. Tomó un
celular, lo levantó, miró la pantalla y escuché un clic, el sonido que hace el aparato al tomar una foto.
-
¡Pero mire como se ve de bonita en esta foto!. A ver, voltéese. Clic,
clic.
Mis
manos empezaron a temblar.
-
Párese ahí, -Clic- al lado de la cama.
-
Déjeme salir.
-
Clic. Agáchese un poquito.
-
¡Déjeme salir!
-
…como si estuviera recogiendo algo.
Clic, clic.
-
¡Si no me deja salir voy a gritar!
-
Eso, - clic- muévase un poquito hacia allá, al lado de la silla. Clic,
clic.
Di dos
pasos hacia la puerta, giré la perilla. Cerrada.
-
¡Déjeme salir!
-
Tranquila, que no le va a pasar nada. Clic.
-
¡AYUDA!
-
Silencio
-
¡DEJEME SALIR, ABRA LA PUERTA!
-
Clic, clic, clic, clic.
-
¡SAQUENME DE AQUÍ!, ¡AYUDA!
Se
acercó a mí, me rozó con su túnica y me
dijo, mirándome muy de cerca.
-
Váyase, calladita.
Salí corriendo, a penas sentía las piernas, todo el frío de la noche se había metido en
mi cuerpo, sabía que debía llegar a mi cabaña para estar a salvo.
Di golpes a la puerta, desesperada, temía que llegara de nuevo, ¡ábranme la puerta!, repetí, ¡ábranme! hasta
que logré entrar. Me tiré a la cama y pensé, palabras más, palabras menos: Dios
no existe.
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