viernes, agosto 23, 2013

Juan, una berraquera.

Me encontró en el baño de un bar, viernes a media noche, con un par de copas encima.

Nos reuníamos entre amigos para celebrar el cumpleaños y la despedida de quien probablemente habría sido una amiga si no me hubiera dado cuenta de su juego mañoso. Por politesse me encontraba entre diez litros de ponche de champagne y diez de otro tropical, dando besos dobles a desconocidos y haciendo preguntas fáciles para no aburrirme. Cuando el repertorio de preguntas se me iba agotando las ganas de ir al baño aparecían casi por instinto y no era yo la única, dos niñas muy bien maquilladas esperaban ansiosas su turno, así que me resigné a esperar. Del otro lado de la puerta la música arrastraba a los más contentos a la pista, a esa hora las personas son más desinhibidas; la regla de no hablar con desconocidos se puede romper en los bares, así es como un cualquiera terminando bailando con una cualquiera o compartiendo una copa, los señores de traje se quitan la corbata y bailan como quinceañeras, las ex novias comparten mesa y hasta briquet, a la cumpleañera se le baña en espuma de champagne para alborotar el jolgorio, el barman aprovecha para picar el ojo, la cola de las niñas de vestidos cortos se mueve más rápido que el ritmo de la música; los límites de la diferencia se hacen borrosos con el alcohol.

Mientras esperaba mi turno veía como el espacio dividido en dos ofrecía para los hombres dos orinales y un sanitario para las mujeres y pensaba ¿dónde queda la equidad de género maldita sea?.

Un hombre esperaba su turno al lado mío, decidió entretenerse mirando mi brazo izquierdo seguramente para hacer pasar el tiempo más rápido, una vez que todo había sido inspeccionado en detalle, me miró y sin rodeos pregunta "ça vient d'où, tu as fait où ton tatouage?" Y a su curiosidad respondí que mis tatuajes lo hice en Colombia, bueno, dije "La Colombie", como dicen en este país aunque a mi no me guste, me hace pensar en Colombina, en un bombón o en una bananita de esas de envoltura transparente que guardan las abuelas en su cocina. El sujeto hasta ahora desconocido abre grandes los ojos y se apresura para llamar a su amigo de parranda: Juan, o por lo menos así se presentó. Payanés, petrolero, más cerca de los sesenta que de los cincuenta años, padre de Estefania, bebedor cotidiano de café, viajero, caminante, residente en Francia desde hace diez años, peludo en el pecho y sobre todo muy sorprendido de nuestro encuentro que tenía un sabor a extraña familiaridad; en las ciudades pequeñas como Lorient la posibilidad de conocer a un compatriota es casi nula. Yo le propuse un vaso de ponche tropical y él una conversación de patriota nostálgico alentada por las copas vacías.

Juan, que al parecer no es su nombre sino su apellido, me presentaba a sus amigos diciendo que las mujeres de Colombia son las más bellas y todas esas frases de cajón que les venden a los extranjeros para quitarles el miedo de visitar a nuestro país. Ellos, a su turno, me miraban con esa curiosidad que los visitantes de un zoológico miran a un bebé chimpancé limpiarse las orejas con una rama. Mejor una mesa para dos. Juan extraña el vallenato y el sancocho, o lo que es lo mismo: el calor de la gente, los abrazos de bienvenida, el almuerzo de olla grande, las amanecidas con su vecino. Es verdad que la diferencia cultural es abismal pero a diferencia de él yo no me quejo, el calor de la gente aquí no se manifiesta en abrazos pero en una buena cena con un vino delicioso que se bebe despacio (las flores no hacen parte de la muestra de cariño pues con lo que paga el ramo se compra otra botella de vino). Juan le decía a mi amigo "¡qué berraquera una colombiana en Lorient!" Y yo me preguntaba primero si berraquera existe en la RAE y luego cuál era en francés la palabra más adecuada para traducirla; es ahí donde aparece la complicidad, cuando la jerga se desvela y las manos se pueden poner en el hombro del otro sin sentir que se le está invadiendo su privacidad, cuando el sabor del sancocho solo lo conocemos nosotros entre cien, cuando nos intercambiamos direcciones de supermercados chinos para conseguir plátanos y panela a precio de producto exótico, cuando nos damos cuenta que hablar español es todo un placer (un lujo y un encanto) porque no hace parte ya de nuestro cotidiano. Ya somos tres con su hija, vamos por Juliana, la caleña del restaurante de comida rápida.

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