viernes, noviembre 01, 2013

Mi tercer taller


Micromundo
Salón Antonio Valencia
Instituto de Bellas Artes
Armenia, 2007

El colegio se volvió una tortura. Levantarme cada mañana a las 5:30 a.m. para encontrarme con el coordinador en la entrada, removedor y algodón en una mano y tijeras en la otra para cortar la costura de mi falda. Ninguna tarea podía ser peor.

Había pintado varios años en lo que sería mi segundo taller: la casa de Doña Amparo  (ver texto Jugar a ser Artista, Mi segundo taller).  Necesitaba encontrar uno nuevo para equilibrar la pesadilla del colegio con lo que quería hacer, lo que me gustaba de verdad. Empezó la búsqueda, ¿quería seguir pintando al óleo o aprender cosas nuevas?, ¿iban a ser cursos particulares o en grupo?, ¿no podía ser más de una o dos veces por semana?, ¿tenía las bases necesarias para inscribirme?,  me hacía muchas preguntas y sólo la idea ya me emocionaba. Después de una o dos semanas descubrí el lugar más tranquilo, placentero y acogedor de esa pequeña ciudad: El Instituto de Bellas Artes.  Un universo nuevo se abría, clases de teatro, música y artes plásticas reunidas en un edificio blanco, más bien antiguo, con un mosaico de vidrio azul que teñía la luz desde el techo.

Empecé mis clases, pintura I, dibujo I, historia del arte I. Me di cuenta que había empezado al revés en eso de la pintura, tuve que conquistar a la acuarela para que me dejara hacer con ella lo que yo quisiera, tuve que meter mis materiales de óleo en una caja y llenar una nueva con la lista de nuevos juguetes, separar el agua del aceite, salir corriendo a las 2:00pm del colegio al paraíso.  Mi nuevo taller era más grande, lo que significaba más estudiantes, más profesores, más clases y, muy afortunadamente para mí,  más horas de silencio. Tenía 15 años, una falda escocesa de colegiala y sobre todo tenía la intención de sentirme como en mi taller anterior: con toda la atención para mí. Había recibido muchos cumplidos porque no tenía la oportunidad de compararme con otros estudiantes, lo que menos quería era que me dijeran que esos 8 años de pintura al óleo no habían sembrado pequeñas semillas, sabía que tenía que trabajar con disciplina,  orden, precisión y limpieza. Quería, sin duda, hacerlo muy bien, tenía miedo de pasar desapercibida, quería aprender y estar lista para enfrentarme al reto de la universidad. Tenía la ventaja de no poder ser más feliz haciendo mis jornadas de 7 horas, untarme las manos de carboncillo o tinta para grabado me recordaba mi primer taller.

Con el tiempo los profesores se volvieron mis amigos, pasaba tanto tiempo en ese lugar que ya empezaba a conocerlos muy bien. Al final de la tarde hacía una pausa con mi profesora de dibujo y grabado en el pasillo del teatro, que quedaba justo detrás del instituto, hablábamos de arte y de la vida, tomábamos café en tazas de porcelana blanca y de vez en cuando mirábamos a los artesanos vender sus semillas transformadas en collares, artes y pulseras. Luego regresábamos al taller, ella saludaba a sus estudiantes de la jornada nocturna y yo, en una esquina de la mesa, intentaba hacer una serie de impresiones con la prensa para grabado que nos hacía pensar en el timón de un barco. Yo me proponía para ser el capitán que manejaba el timón y ayudaba con esmero a levantar el papel de los otros para no ensuciarlo. Sonaba un piano en el fondo, entre el final de la tarde y las primeras horas de la noche, los estudiantes de música animaban el lugar con melodías y repeticiones y en algunos períodos se entrenaban para cantar el himno de la universidad. El tiempo no se medía y la fatiga tampoco, me perdía en ese edificio misterioso en el que, decían, rondaba un alma por las noches. El problema común de los adolescentes de no saber qué hacer después del colegio, en mi caso, ya estaba resuelto. Lo había decidido, bueno en realidad se decidió sólo: quería ser artista plástica.
Ese sería mi escape durante dos años, mientras tanto esperaba viajar a la capital para intentar tener un cupo en la universidad pública donde quería estudiar, que era del tamaño de otro universo entero. El café del final de la tarde se fue trasladando a otros lugares y mi profesora también; del instituto a la ciudad, del corredor del teatro al café cercano a su casa, del grabado a los amores, del arte a la vida. Gracias a ella por tanto amor.


Tengo una deuda pendiente con ese lugar a la que responderé con entusiasmo cuando tenga la oportunidad. Ese, mi tercer taller, es el jardín secreto de esa época de mi vida. He estado haciendo la lista de mis talleres para intentar entender mi manera de trabajar, es que tengo siempre la impresión de estar jugando…

2 comentarios:

  1. Curiosa y lamentablemente, Micromundo es lo unico que conozco de tu obra plastica...

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  2. Bueno pues te vas a poder actualizar por aquí ;)

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