Micromundo Salón Antonio Valencia Instituto de Bellas Artes Armenia, 2007 |
El colegio se volvió una tortura. Levantarme cada mañana a
las 5:30 a.m. para encontrarme con el coordinador en la entrada, removedor y
algodón en una mano y tijeras en la otra para cortar la costura de mi falda.
Ninguna tarea podía ser peor.
Había pintado varios años en lo que sería mi segundo
taller: la casa de Doña Amparo (ver
texto Jugar a ser Artista, Mi segundo taller).
Necesitaba encontrar uno nuevo para equilibrar la pesadilla del colegio
con lo que quería hacer, lo que me gustaba de verdad. Empezó la búsqueda, ¿quería seguir pintando al óleo o
aprender cosas nuevas?, ¿iban a ser cursos particulares o en grupo?, ¿no podía
ser más de una o dos veces por semana?, ¿tenía las bases necesarias para inscribirme?, me hacía muchas preguntas y sólo la
idea ya me emocionaba. Después de una o dos semanas descubrí el lugar más
tranquilo, placentero y acogedor de esa pequeña ciudad: El Instituto de Bellas
Artes. Un universo nuevo se abría,
clases de teatro, música y artes plásticas reunidas en un edificio blanco, más
bien antiguo, con un mosaico de vidrio azul que teñía la luz desde el techo.
Empecé mis clases, pintura I, dibujo I, historia del arte I. Me di cuenta que había empezado al revés
en eso de la pintura, tuve que conquistar a la acuarela para que me dejara hacer
con ella lo que yo quisiera, tuve que meter mis materiales de óleo en una caja y llenar
una nueva con la lista de nuevos juguetes, separar el agua del aceite, salir
corriendo a las 2:00pm del colegio al paraíso.
Mi nuevo taller era más grande, lo que significaba más estudiantes, más
profesores, más clases y, muy afortunadamente para mí, más horas de silencio. Tenía 15 años, una
falda escocesa de colegiala y sobre todo tenía la intención de sentirme como en
mi taller anterior: con toda la atención para mí. Había recibido muchos
cumplidos porque no tenía la oportunidad de compararme con otros estudiantes,
lo que menos quería era que me dijeran que esos 8 años de pintura al óleo no habían
sembrado pequeñas semillas, sabía que tenía que trabajar con disciplina, orden, precisión y limpieza. Quería, sin duda,
hacerlo muy bien, tenía miedo de pasar desapercibida, quería aprender y estar
lista para enfrentarme al reto de la universidad. Tenía la ventaja de no poder
ser más feliz haciendo mis jornadas de 7 horas, untarme las manos de
carboncillo o tinta para grabado me recordaba mi primer taller.
Con el tiempo los profesores se volvieron mis amigos, pasaba
tanto tiempo en ese lugar que ya empezaba a conocerlos muy bien. Al final de la
tarde hacía una pausa con mi profesora de dibujo y grabado en el pasillo del
teatro, que quedaba justo detrás del instituto, hablábamos de arte y de la
vida, tomábamos café en tazas de porcelana blanca y de vez en cuando mirábamos a
los artesanos vender sus semillas transformadas en collares, artes y pulseras.
Luego regresábamos al taller, ella saludaba a sus estudiantes de la jornada
nocturna y yo, en una esquina de la mesa, intentaba hacer una serie de
impresiones con la prensa para grabado que nos hacía pensar en el timón de un
barco. Yo me proponía para ser el capitán que manejaba el timón y ayudaba con
esmero a levantar el papel de los otros para no ensuciarlo. Sonaba un piano en
el fondo, entre el final de la tarde y las primeras horas de la noche, los
estudiantes de música animaban el lugar con melodías y repeticiones y en
algunos períodos se entrenaban para cantar el himno de la universidad. El tiempo
no se medía y la fatiga tampoco, me perdía en ese edificio misterioso en el que,
decían, rondaba un alma por las noches. El problema común de los adolescentes de
no saber qué hacer después del colegio, en mi caso, ya estaba resuelto. Lo
había decidido, bueno en realidad se decidió sólo: quería ser artista plástica.
Ese sería mi escape durante dos años, mientras tanto
esperaba viajar a la capital para intentar tener un cupo en la universidad
pública donde quería estudiar, que era del tamaño de otro universo entero. El
café del final de la tarde se fue trasladando a otros lugares y mi profesora
también; del instituto a la ciudad, del corredor del teatro al café cercano a
su casa, del grabado a los amores, del arte a la vida. Gracias a ella por tanto
amor.
Tengo una deuda pendiente con ese lugar a la que responderé
con entusiasmo cuando tenga la oportunidad. Ese, mi tercer taller, es el jardín
secreto de esa época de mi vida. He estado haciendo la lista de mis talleres para
intentar entender mi manera de trabajar, es que tengo siempre la impresión de
estar jugando…
Curiosa y lamentablemente, Micromundo es lo unico que conozco de tu obra plastica...
ResponderBorrarBueno pues te vas a poder actualizar por aquí ;)
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