Algunas ciudades me han recibido con monumentos gigantes,
iluminación pública intachable, calles impecables y peatones bien vestidos. Esta vez, una nueva para mí, me dejó a oscuras y en silencio.
Tiene que ser, y no me cabe la menor duda, uno de los lugares más
poéticos del mundo. Con un mapa detallado y pantalones cómodos, me aventuré en
Venecia, el laberíntico espacio de los pintores renacentistas que parió a
Bellini, Carpaccio, Tiziano, Veronese… suspiro, ¡qué suerte la mía!
Imagínese que un día se despierta perdido en una pintura, al óleo sobre madera de preferencia, parado en la mitad de un puente pequeño de mármol blanco, rodeado de caballos
con traje de gala, chimeneas en forma de copa de vino tinto, ángeles rojos con rostro repetido y el patrón subido en una nube vaporosa dotado de una barba
blanca como la de papá Noel. Imagínese ahora que los autos no existen, que la comida
típica es el helado en cono, que en las iglesias los creyentes le rezan al
pinturas y no a una cruz, que las pizzas se comen enrolladas, que existen cabañas
para gatos alimentados por cualquiera, que sus tangas o calzoncillos pueden secar libremente al sol, que los espaguetis son negros, que la
cerradura de la puerta de su casa tiene forma de león de peluche y que el mar
está al borde de su casa. Yo todavía no me despierto, elija usted cuándo quiere
salir del paraíso.
Y no sería El Paraíso si no estuviera muriendo. Cuando uno
camina por los estrechos callejones venecianos, que en su mayoría son del ancho
de sus dos brazos extendidos a la altura de sus
hombros, el horizonte se evanesce y la luz del sol cae debilitada sobre
las terrazas improvisadas en madera. Las antiguas torres puntiagudas se reposan
sobre el hombro derecho para susurrarnos delicadamente, como lo haría Laura de
Avellaneda, “qué sola va a quedar mi
muerte sin-su-vi-da”.
Debe ser que en nuestras ciudades modernas el paso del tiempo
pasa bajo cuerda – como tantas otras cosas – y que nos acostumbraron a no ver
nuestros muros envejecer. Gracias al patrón de barba larga nos podemos escapar
a otros mundos, a hablar otras lenguas, a perdernos en la noche, a ver cómo se va destruyendo todo, sin miedo
porque no es nuestra casa la que está al lado del mar. La preciosa, encantadora
e imposible ciudad de las góndolas está
muriendo a un ritmo que no es humano, - ¡pero
por favor!, si el de ella tiene que ser divino – y se va desnudando lentamente para que todos la podamos ver. Las
iglesias se van quitando el disfraz de mármol y se quedan en ladrillo, las
fachadas de desmaquillan y permanecen pálidas, las pinturas viven en la
oscuridad en un intento frustrado contra el tiempo por conservarlas, la marea alta desciende
menos, las olas se multiplican por los cruceros de diez pisos, las cuerdas del vaporetto se deshacen, los relojes de
números romanos se detienen, los peces se alejan de los puertos, el agua reaparece
entre las grietas de los andenes y uno se queda con el vientre retorcido y las
lágrimas a medio camino, y le toma fotos por si un día ya no existe, y le reza
al Tiziano de los tres rojos diferentes para que la embalsame, y hace un
brindis a su salud, y los veinte millones
de turistas por año se ponen las botas impermeables para ir a morir un poco más en su convalecencia.
Venecia es tan hermosa que la Venus de Milo le tiene celos. Razón
tiene, esas cosas pasan entre mujeres, bueno para mí Venecia tiene nombre de mujer. Entre mis
brindis de vino tinto con burbujas y spritz, escuchaba a sus habitantes hablar
casi cantando, con ese acento festivo en un tono alto que solo ellos pueden
elevar y pensaba con aire de turista, qué difícil debe ser la vida de estos
tres caballeros aquí. Imaginaba por ejemplo una familia mudándose de casa en
barco, un empleado haciendo el depósito de alimentos en un supermercado, un
cartero repartiendo cartas de amor que ya (casi) no existen, un policía persiguiendo
a un aventajado o un paramédico llevando al enfermo al hospital; todo parece
más difícil antes de ser realizado. Esos señores parecían felices y cansados,
lo que parecía un problema estaba ya resuelto: barcos blancos y azules para los
policías, amarillos y naranjas para las ambulancias, en madera brillante para
los taxis… y uno ve cómo una extraña normalidad reina cotidianamente en ese lugar
improbable. Los niños reciben sus clases de catequesis en la Iglesia de Santa
María, entre tumbas barrocas gigantes, caballos de madera y pinturas de Bellini
(ahora entiendo por qué la mayoría católica en Italia), las señoras se reúnen en las plazas para
pasear a sus perros y empacan en pequeñas bolsas moradas los regalitos que uno
va encontrando cuando camina, las góndolas tienen la prioridad sobre los barcos
con motor a falta de semáforos.
Y uno está ahí, parado
en la mitad de la Plaza San Marcos, con los pies gordos de tanto caminar y los
ojos brillantes como nunca, preguntándose por qué todos esos santos lo miran al
mismo tiempo, cuántos cientos de años ha vivido ese reloj, cómo fue que
construyeron con árboles el suelo de esa ciudad, si es verdad que el carpaccio
que uno pide en los restaurantes se debe a la pintura de Carpaccio, por qué
construyeron los puentes después de los edificios, cómo se prepara la polenta,
a qué hora vuelven a sonar las campanas, dónde fabrican los remos de los
barcos, para qué sirven las máquinas que uno no puede utilizar, qué tienen los
helados allá que son tan ricos, cómo fabrican las pastas para poder enrollarlas
en hilos tan largos, a dónde se fueron los ángeles que hacían música en las
fiestas y se llena de dudas, y la luna está roja, y el último barco para
regresar al hotel va a partir, y uno no está listo para regresar.
Sin palabras. Mejor no puede ser la descripción y el sentimiento de estar e ir a Venecia. Qué lindo escribes, hija. Cada palabra se mete en los poros y tiene un sentido ccálido y profundo. Me encanta leer tus "Letras Tibias" llenas de calor. Te adoro. Mamo
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